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El embalse

Jaime se ahogó al inicio del verano. Siempre afirmó que moriría joven, pero creo que pensaba hacerlo a los veintisiete, como Janis Joplin o Jim Morrison, y no a los diecisiete. Desapareció en una zona profunda del embalse, cerca de donde el resto charlábamos en la orilla aquella mañana. Los chicos nos tiramos al agua en cuanto reparamos en que Jaime no volvía a la superficie. Buceamos entre algas hasta que, agotados, comprendimos que no valía para nada.

Jaime llevaba un tiempo tonteando con María, mientras que yo había empezado a salir unos días antes con Teresa, su hermana. A mí me hacía menos gracia que a él eso de salir con la hermana del otro. Aquella tarde los eslabones hermano-hermana quedaron descompensados para siempre.

Tardamos algunos días en regresar al embalse y fue precisamente Teresa la que insistió en hacerlo. “Tarde o temprano tenemos que volver, así que cuanto antes mejor”, dijo. Creo que fue su manera de acelerar el duelo. Todos los de la pandilla intentamos actuar con normalidad, aunque para nosotros la muerte fuese aún tan translúcida como el agua. Aquella palabra tenía más sonido de sermón de cura que capacidad de intimidación. Junio estaba acabando y el embalse, a rebosar. El nivel se situaba a unos pocos metros de la parte superior de la presa. El calor llegó con el inicio del verano y de las vacaciones, como si fuese un señuelo del embalse para atraernos hacia sus aguas.

De aquellos últimos días de junio, recuerdo vívidamente cómo una tarde Teresa y yo nos habíamos escabullido, alejándonos del resto de la pandilla. Estábamos besándonos en una zona escondida entre matorrales cuando un anciano emergió de la nada. Llevaba una urna negra consigo, bien sujeta contra su pecho. Al vernos, se dio cuenta de que nos había interrumpido en plena faena, se disculpó y desapareció.

Cuando Teresa y yo nos bañábamos en el embalse, siempre hablábamos del pueblo hundido bajo nosotros. Según nuestros padres, lo habían vaciado en su época, cuando decidieron situar allí el embalse. “Podría hacerlo” le decía yo a Teresa, como cada verano. Ella reía al escucharlo. Yo insistía en que algún día abriría las compuertas y dejaría aquel pueblo a la vista.

Nos movimos a una zona menos profunda del embalse en las primeras semanas de julio. Aparcábamos junto al merendero y los columpios. Carmen y Julián acababan de tener a Borja. Yo llevaba algunos meses trabajando en el kiosco de mi tío y Teresa estaba embarazada. Aunque todavía íbamos al embalse algunos días entre semana, lo normal era juntarnos allí el fin de semana. Sobre todo los domingos. Fueron semanas de bochorno y el nivel del embalse parecía bajar por momentos, ante nuestras narices.

“No te rías, podría hacerlo si quisiera”. Marta se reía a carcajadas: “¡para ya, papá!”. Los dos estábamos sentados en la orilla del embalse, con el agua mojándonos de cintura para abajo. Últimamente nos habíamos movido a una zona más tranquila, lejos de donde se situaban los jóvenes con sus equipos de música y su molesto chapoteo. A Teresa le aterraba que Marta se metiera al agua, así que solíamos quedarnos jugando en la orilla. Como si pudiéramos protegerla de cualquier peligro para siempre. “En serio, un día de estos vaciaré este embalse”, insistía yo frunciendo el ceño para hacerla reír un poco más. Aquello nunca fallaba.

No recordábamos un periodo de sequía tan largo y en los informativos no se hablaba de otra cosa. El nivel del embalse era tan bajo que mi antiguo sueño de dejar al descubierto el pueblo era ya casi una realidad, por mucho que yo no hubiese tenido nada que ver. Alguna tarde, Teresa y yo íbamos a pasear por los caminos que rodean el embalse, hacia el atardecer. Era también la hora favorita de los mosquitos y los adolescentes que querían hacerse una foto con la puesta de sol de fondo. Teresa se desvaneció un veintitrés de agosto, martes, sobre las ocho de la tarde. No había cobertura en aquella zona y tuve que esperar sin separarme de ella hasta que apareció un ciclista que enseguida buscó ayuda. Mientras esperábamos a la ambulancia, con los últimos rayos de luz deslizándose por la melena plateada de Teresa, divisé la torre de una iglesia asomando en el agua.

Esperé a principios de septiembre para ir al embalse con las cenizas de Teresa. Marta no quiso acompañarme; no entendía que los restos de su madre acabasen en un embalse agotado, yermo, por mucho que aquella fuese su última voluntad. El pueblo hundido que un día había estado lleno de vida, ahora mostraba su esqueleto. De alguna forma, me sentí culpable por haber bromeado con aquello. Mi primera idea fue caminar hasta donde Teresa y yo hicimos el amor por primera vez, aquella tarde de finales de junio, pero cambié de planes al encontrarme con una joven pareja que parecía estar a punto de hacer lo mismo. Me disculpé y decidí caminar hasta la presa con la urna bien sujeta contra mi pecho. Desde lo alto de la pasarela del muro de piedra, el embalse vacío era un espectáculo desolador que el agua nos había ocultado durante décadas. “Este verano se me ha hecho cortísimo”, le había dicho a Teresa unas semanas antes. “A mí se me ha hecho eterno” respondió ella antes de volar arrastrada por una corriente de aire.

(Relato finalista en la convocatoria #historiasdeverano de Zenda)

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