El lápiz con el que ella cada mañana se lo dibujaba, a carboncillo, se había convertido en una extremidad más para Amaia. Desde que cesó el bombardeo, aprovechaba la hora de las musas, la del primer café, para retratar su pueblo y mostrárselo a Pablo tal y como lo recordaba. El frontón, la estación de ferrocarril, el mercado de los lunes, todo parecía cobrar vida de nuevo en aquellos cuadernos. Pero sus intentos fueron inútiles. Frente al lienzo en blanco, él comenzó a trazar la figura del niño, inerte, que Amaia sostenía en brazos. Después continuó con ella, con sus ojos que, convertidos en lágrimas, caían sobre las cenizas de Guernica.
(Ilustración de Eduardo González Clemente. Relato presentado al concurso Relatos en Cadena de la Cadena Ser, semana 2).
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